ESPECTÁCULO POÉTICO MUSICAL

ESPECTÁCULO POÉTICO MUSICAL
ESPECTÁCULO POÉTICO MUSICAL

Comentan sobre Tempo Di Donna


         "Creía saber algo de mujeres, al menos en carne propia.
Pero en carne viva es otra cosa.
¿Qué puede hacer una mujer con un arpa?
¿Qué puede hacer una mujer con un texto?
¿Qué puede ocurrir un jueves a la noche en un bar de la Rafael Núñez si esas mujeres coinciden?
         Lo sublime, eso ocurre. Una conjunción perfecta de letra y música, de palabra y melodía.
Sonata Cuasi Capricciosa. Tempo Di Donna.
      El bar donde todo es posible se llama Constantino, frente a la mujer urbana, sobre la mano que viene hacia Córdoba. Lugar difícil de encontrar, tanto como lo que ellas hacen. Pero ocurre. Y te entra por la boca."

                          Pablo del Corro - Escritor - 
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        "Si ustedes piensan que fue una coincidencia poner "Tempo di Donna" en frente de la Mujer Urbana, están equivocados. La obra es un reflejo posible de un cuerpo de lo femenino, ese/esos cuerpos armado/s a fuerza de juicios morales, experiencias emotivas, sujeciones de toda laya; y representado el reflejo, opera la lógica del espéculo, pero doble o triple y ojalá múltiple: reverberando la palabra en el gesto, se dispara hacia una nota, rebota y va contra una letra, que a su vez dispara la emoción hacia otra mirada... todo queda eternizado durante el plazo de un instante, rojísimo. ¿Quién, cóncava? ¿Las otras sufren, tragicómicamente como ella? ¿Qué el deseo, y el placer dónde? ¿Yo?

        Un arpa dos cuerpos algunas luces palabras en cantidad y muchas cuerdas sostienen emotivas variaciones conceptuales sobre el motivo mujer. Las autoras caracterizaron esta propuesta como "espectáculo poético-musical". Que eso no los confunda, porque si bien apelan como plato principal a la palabra y a la música, existe vasta experiencia escénica en ambas artistas. Y se nota; vale decir: se disfruta."

                      Cecilia A. Olguín - Escritora -
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Una ficción dentro de otra ficción, la nuestra. 

La poeta, la arpista y la fumadora 

Una ficción posible a partir de “Tempo Di Donna”


       "Aplastó sobre la cerámica barata del cenicero, la colilla enrojecida de la tristeza. Gritó “¡basta!”, no para otros sino para sí misma, como quien reza un rosario sabiendo lo afectado del gesto que pesa en cada una de sus cuentas, pero aun así confía en el artilugio.
        Frente a todos los espejos de la tarde que tendía a dejarse ir, maquilló su impostura con rouge chicle, emborrachó sus postizas pestañas en tinto y, subiéndose a los tacos embarrados por las caminatas previas, compuso para sí una narrativa donde - al menos esa noche - sería quien observaría, y no quien es observada; quien desperdigaría su mirada ante otras, y no quien tuviera que dar explicaciones acerca del acongojado traspirar de sus hombros. En el conglomerado de fugases instantes que pudiera contabilizar con el temblor de sus dedos, se designaría espectadora permeable, para dejar de acatar sin reparos aquella idea de la cuarta pared inquebrantable que algunos habían aprendido a levantar para no salir lastimados de esas experiencias. Necesitaba darse ese permiso.
        Llevaba una necesidad imperiosa dentro de la cartera, junto al manojo de dudas y el atado de Virginia Slim: fuera lo que fuera que estuviera por acontecer sobre ese dispositivo (que los que saben llaman “escenario”), ansiaba ser interpelada, corrida de eje, arrancada con furia de su cotidianidad, para llevarse de esa ficción alguna parte, aunque menos fueran pequeñas porciones de discurso, y sedimentarlos en algún costado de su endeble relato. Sabía con quirúrgica certeza que sus pretensiones podrían hacerse añicos contra lo que las artistas fueran a hacer de ellas sobre la madera desvencijada del cuadrilátero ennegrecido. Sin embargo no tembló. Había un placer inaudito que la recorría y la empujaba a habitar esas experiencias sin rumbo. El vértigo que le implicaba no dejarse condicionar por miradas previas sobre el juego escénico que estaba a punto de estallar sobre sus ojos, le quitaba el aire. Y era eso, justamente, lo que buscaba en medio del húmedo amontonamiento de mesas y sillas que avinagraba las copas servidas.
        Al cerrarse tras de sí el portón que conectaba con el ruido mundano de las aceras atestadas de gente, encendió un cigarrillo finísimo, y en cada calada fue dejando sobre la mesa las capas de piel que la protegían. La luz de sala cayó lentamente hasta hacer de la penumbra una habitante más del espacio.
        El cenital rojo dio la orden a ambas artistas que, enfundadas en pesados rasos color hueso, se ubicaron a cada extremo de la escena. El arpa esperaba las caricias de los largos dedos de su ejecutante, que sonreía al público desde lo alto de la tarima, arrancando una complicidad en esa mueca que la fumadora, ubicada estratégicamente sobre el final de la sala, celebró en silencio. La poeta, por el contrario, acomodaba las hojas de versos en el atril de las convicciones que iría a dejar caer de su boca minutos después.
      Collares de falsas perlas contorneaban sus cuellos, y daban firmeza a sus corporalidades ubicadas en sillas de madera chirriante. La fumadora cerró los ojos, como si en ese pestañar obligara a las artistas a ejecutar su alquimia de una vez por todas. Como si en esa ejecución se jugara algo que ella no tendría claro hasta el final de la función, pero que estaba en el orden de lo vital.
       La melodía de “In the landscape” de John Cage empezó a enredarse entre las cuerdas, acariciando el rojo furia del aterciopelado telón, besándole la boca que rebalsaba nicotina. La fumadora quiso hacer un gesto de agradecimiento, sin embargo se detuvo, preguntándose si haría falta. La poeta tomó el extremo norte de su collar y le dijo, mirándola a los ojos: “aunque no voy a morir cuando te vayas / voy a sentir tu abrazo / sosteniendo / entre las multitudes que atravieso (…)”.
       La espectadora arropada en humo, acomodó su espina dorsal a la cadencia de la voz que obsequiaba versos como dagas. Se le antojó que uno a uno, los espectadores, fueran bebiendo del embrujo que las artistas manipulaban con maestría chamánica sobre el escenario. Necesitaba de ese ritual, de la complicidad de la poeta y de la arpista, de la entrega del resto de los ocupantes de la sala, para que el hechizo fuera colectivo.
    Las estrofas iban manchando las paredes con su labia erotizada, corría el gélido gesto de las transformaciones por entre los talones del público, mientras las camareras abandonaban sus precarias bandejas atiborradas de vasos vacíos para sumarse al rito, convencidas de que la música también las interpelaba, que la voz de la poeta también les era (de alguna manera) propia.
       La fumadora sonrió, por primera vez en el día. No fue la única. Desde las mesas ubicadas sobre la boca del escenario, podía oír el acomodarse de las muecas de los otros que iban descubriendo que esa narrativa provocativamente sinuosa, con banda de sonido de tersa maestría, era un devenir posible para sus monotonías enquistadas.
     “Prohibido ser rara / prohibido ser triste / prohibido ser torpe”, le oyó sentenciar a la poeta y no tuvo más remedio que ponerse a dibujar con el lápiz de su frágil memoria, el bosquejo de ese dictamen en lo más profundo de su piel desnuda. Porque había oído antes de esas prohibiciones en boca de los mandamases de sus tristezas, y si de algo había servido dejarse llevar esa noche, si otro sentido posible le esperaba a su olor a tabaco endulzando sus despojos, era el de poder revertir los tormentos al reconocerse en el espejo de la voz que enunciaba.
       La arpista volvió a iluminarse, esta vez con las palmas absorbiendo la vibración de las cuerdas de su instrumento, asumiendo el gesto que su compañera había abandonado al comenzar la función. En ese transmutarse los ánimos, la fumadora grabó para siempre el gesto final de la escritora: el caer del collar, con el que se deshacía de todos los mandatos peso plomo que la abrigaban, que abrigaban a cada uno de los presentes.
        La fumadora pagó su cuenta con una gracia que no le era propia hasta entonces. Sus ojos se sacudían por entre la gente de pie, buscando los cuerpos de las artistas. Solo reconoció el raso enchastrado de alguna de ellas que se abrazaba con otra espectadora. Eso le bastó para volver a sonreír, como sonríen las complicidades tácitas que se embriagan de versos y sonidos en las noches lamentables de un mundo que ninguna comprende o que les duele en el costado de sus costillas."

            Gastón Malgieri - Escritor, Fotógrafo -
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